Por Rocio Hernández • Foto: Tonatiuh Cortes @tona_shot • Gerardo Larios @glg00
En este lugar, con el corazón perdido en el tiempo, no existen los espejos más que aquellos que nos contemplan mientras se dirigen a un destino ajeno en esta ciudad; que también nos mira.
Aquí no aparentamos. Aquí somos: de la Condesa, del barrio bravo, de cualquier parte. El rico es vecino del pobre y ni siquiera se van a enterar contemplando, los dos, el mismo escenario. El de la cotidianidad.
Tan cotidiano como juzgarnos sólo con un parpadeo viéndonos no simplemente la ropa, también las maneras, las formas, la vida… cómo desnudos ante miles de ojos que nos apuntan con el dedo construyendo una imagen mientras otros tantos dedos les señalan las espaldas.
Así somos todos recorriéndonos unos a otros entre las telas, los pantalones, entre lo que escondemos debajo de la máscara que nos ponemos mientras nos guarda esta ciudad de una historia extensa y sangrante que preserva celosa los misterios suyos entre las formas, entre las calles, entre las esquinas olvidadas, los edificios derruidos. Entre su hueco corazón.
También nos observan las estatuas, los monumentos, los parques, con la indiferencia debida, porque ellos miran a la eternidad; no la miseria ni los pecados o la decadencia y tampoco el color o la luz, el alma etérea y homogénea que somos todos vengamos de donde vengamos, vistamos lo que vistamos y seamos como seamos.
Así no hay diferencia entre los que se cruzan infinitamente en las interminables calles de la Ciudad de México y se reúnen, tan variopintos todos, donde también lo hacen la historia y el tiempo.
Así sólo podremos poner los prejuicios por lo que llevamos encima, por la ropa de Chanel o la del tianguis del miércoles, los zapatos de Louis Vuitton o las chanclas que llevan años debajo de la cama y reconocer que son tan superfluos como los ojos con los que miramos y las bocas con las que sentenciamos porque estamos construidos de la misma sustancia que llena cada rincón del Palacio de Bellas Artes, del Palacio azul, del Zócalo, del Templo Mayor. La misma que recorre al de Tepito y al de Polanco.
Inmersos en esta ciudad de belleza decadente que asoma su esencia por la ventana de cada uno haciéndonos lo que somos, entrelazándonos los destinos de todas las maneras posibles y aun, las imposibles.
Te cruzarás, sólo un segundo, con aquél del semáforo, con aquélla de la esquina con sus vidas tan distintas. No vas a preguntarte qué pasa después, a dónde van, de dónde vienen porque no te importa y sin embargo has notado el bolso Hermès que llevaba ella tan combinado con esa falda de sabe cúal diseñador y lo has visto a él con la camisa por la que nadie daría tres pesos siquiera y la chamarra que se le está cayendo a pedazos y los reconoces porque son diferentes a ti. Y porque son iguales caminando por este lugar que los sabe de su pertenencia porque aquí viven.
PORQUE ASÍ EXISTEN
Ésa es quizá la magia de la convivencia acostumbrada en el alma de una ciudad tan llena de contrastes: nos quita las etiquetas y nos hace tan similares como podrían hacerlo la vejez o la muerte o la vida y la humanidad porque detrás de las ropas se encuentra el reflejo de todos nosotros y la incontrovertible verdad de que no podríamos entendernos sin los que van de paso, de los que no sabemos nada.
Ésta es una ciudad con bipolaridades, con los intermedios grises que mira en asombro desmedido, e igual, el Palacio de correos, el Palacio de Bellas Artes, el Gran Hotel Ciudad De México o que escucha al pasado en la Catedral metropolitana como parte de una rutina que deja su indeleble huella en el tiempo y en el todo.
Es el recóndito espacio donde se encuentran las caras los claroscuros, donde el pasado irreparable se encuentra de lado al cambiante presente frente al incierto futuro en una danza invisible a los ojos de todos los que se miran banalmente por la ropa, espiándose las geografías; riendo calladamente porque piensan que harían falta distancias, tiempos, vidas y universos para que fueran sólo pálidamente parecidos ignorando, sabiéndolo o no, que por la sencilla razón de caminar por la misma calle adoquinada ya les da un sentido de pertenencia, que escuchar la misma música que rellena los vacíos ya les hace similares.
Aunque… tampoco hay que mentirnos acerca de la ambigüedad visceral que da recorrer una ciudad de tal naturaleza. Que contemplando la magnificencia casi cegadora de sus más preciados lugares no se pueda dejar de notar, también, el abandono, la mugre y el desencanto de otros que han tenido momentos mejores. Es imperfecta, humana. Verdadera.
Como verdaderos somos debajo de la piel, sin las tapas de las vestiduras… del qué dirán;
con la misma vaguedad de sentimiento sobre qué somos, quiénes y cómo ante los demás ojos que devoran la fachada que les damos día tras día entre los senderos de este corazón de pavimento.
Conscientes de que esta ciudad tan brillante proyecta sombras largamente oscuras reconociendo sobre todos y sobre sí misma los paralelismos y las paridades, que unen o alejan en un conflicto anacrónico tan perdurable como el propio escenario.
Sin embargo parece que es más aquello que sincretiza. Que hay algo que sentimos tan propio, tan nuestro. ¿Será acaso, en una ironía, el ritmo tan ecléctico que se siente en todo momento? Quién sabe. Tal vez la posibilidad de ver a una Frida Kahlo, voltear al otro lado y escuchar “Besame mucho” en la tonada del jazz callejero para que nos quite la pasividad de la existencia, para que nos rompa el desgaste y nos quede el recuerdo.
O emocionarnos por los desfiles de septiembre, los festejos con los muertos en noviembre. El vibrante color de nuestras raíces más profundas, el rosa mexica- no, los churros, el águila sobre el nopal, el ombligo de la luna. México.
Ya no hay diferencias ni grandes ni sutiles. Sólo la fortuna de vernos los pecados y las alegrías, sin filtros y sin poses.
A pesar de las fachadas construidas, de las barreras del estilo, de la procedencia. A pesar de que así nos diferenciamos los unos de los otros hay algo que entreteje los ayeres y los porvenires en el ligero canto del cenzontle de las cuatrocientas voces que flota entre los siglos, hay algo en la identidad barroca y criolla del México colonial con su imagen grandilocuente y dramática, en lo moderno y lo contemporáneo que mira desde lo lejos, desde lo imperceptible y nos ata fuertemente las pasiones a esta tierra que nos vio nacer.
Para así reconocer entre las individualidades, entre el sentir, lo que nos hace iguales. El hechizante sonido del organillero que entona “La llorona” en algún lugar de esta ciudad que encierra a todos entre sus manos, entre el beso de su cielo.
Amándonos profundamente en un cuento de volcanes encendidos por una pasión que trascendió la muerte, de viajeros que cruzaron los mares para verse como dioses en el horizonte del sol. De traiciones y del Árbol de la noche triste. De penas interminables y el candor del espíritu de la legendaria Aztlán.
También se ven ligeras disonancias de las notas de “La vie en rose” colándose por las jacarandas en primavera, de los turistas sentados a la mesa de un restaurante cualquiera,
de los amores iguales, que tan malamente se siguen mirando, mientras se toman de la mano jurándose inmortales por la eternidad que les quede; libres de ser como son y de vivir como se les pegue la gana.
Porque aquí se juntan todos en una mezcolanza de seres muy dignos de representarse con divergencia en la ropa, en el estilo, en el pensamiento, marcados por la indeleble huella de un azar que los puso en el cuerno de la abundancia, en el centro de las posibilidades para que griten quiénes son y cómo sin vergüenza. También los que decidieron cruzar las fronteras al encuentro de una vida distinta entre el art decó y la Colonia, para perderse entre las muñecas de trapo y las juguetes de madera que les rememoren una infancia lejana, como a todos, en la que a los ojos de un niño todo era más puro, más limpio.
Con la misma ansia armarnos el traje, la moda en los escaparates de las tiendas de ropa, de los bazares y los tianguis formando una tapadera distinta combinándose hasta el infinito como la imaginación nos dé, siendo diametralmente distintos en el exterior con faldas y pantalones de Chanel que se ven de frente a los tenis y las zapatillas de algún diseñador sin nombre, pero hondamente unidos en lo más esencial: el aroma del rocío en la mañana, el canto de la paloma. El cielito lindo.